¿Dije que te necesito?¿Dije que te quiero?Si no lo hice ahora soy una tonta, verásnadie lo sabe mejor que yo.

¿Dije que te necesito?¿Dije que te quiero?Si no lo hice ahora soy una tonta, verásnadie lo sabe mejor que yo.

Me llevó casi un mes encontrar una imagen que mereciese esta entrada. 


Y este año quisiera que me regalen unos cuantos gramos de confianza, para mezclarlos con el azúcar y echárselo a esa taza de té que apuro por las mañanas antes de salir corriendo a la escuela. Un pasaje sin regreso hacia el futuro, el conjuro exacto para olvidar el pasado, alguna píldora para dejar atrás los malos ratos. Un beso de esos que te sacuden el mundo y se quedan para siempre paseando por tu cuerpo, haciéndote cosquillas cuando ya perdiste todas las ganas de reír. Un te quiero que se me pegue a la piel y se adose en mi mente, para seguir escuchándolo el resto del día. Un baúl de esos viejos, gastados por el tiempo, donde guardar todos los miedos que me sobran y que ya me estoy cansando de cargar de un lado a otro. Una red, alguna trampa que sirva para atrapar los ataques de pánico, así puedo meterlos en un frasco y enterrarlos muy lejos, junto a todas las lágrimas que algún día derramé. Un cuaderno nuevo, de tapas duras forradas de tela negra y hojas cuadriculadas, en donde empezar a escribir una nueva historia.

[Y si alguien tiene plata y ganas de desacatar a mis padres, no me vendría mal una moto]






El chico la quería; ciega y locamente. Y ella… bueno, nunca nadie supo bien qué sentía ella. Si les preguntabas, él aseguraba haberse enamorado del triste aire soñador que la envolvía. Ella, en cambio, decía que le gustaban sus ojos negros, grandes y la forma en que le brillaban cuando la miraba. La pasaban bien. Esa chica era su mundo. Él no era más que una mínima parte del de ella.
La chica había querido alguna vez. Se había entregado, se había regalado incondicionalmente. Así, irrevocable y perdidamente; un amor de película. De esos con mariposas, flores y rubores y sonrisas tímidas bajo las sábanas. Un amor de esos que erizan la piel, que se llevan al mundo por delante, empapados de arrolladora pasión. Sí, ella lo había dado todo y el resultado había sido devastador: el corazón roto y madrugadas enteras rogándole a la Luna entre sollozos que volviera el tiempo atrás.

Así la conoció él. Y así la quiso. Suave, triste, vulnerable. Fría, indiferente, silenciosa. El chico sabía en qué se metía y sabía que no tenía derecho a quejarse. Y la amó, como nunca lo había hecho con nadie. Aunque doliese, aunque lo lastimase, aunque costase, aunque tuviese que aprender a conformarse con los trozos disueltos en lágrimas de un pobre corazón demasiado débil como para volver a querer. Y se arriesgó.
Y la tuvo. Besó sus labios, sostuvo su mano, fue suya en cientos de noches. La hizo reír y se prometió que nunca la dejaría volver a llorar. Y fracasó. Ella nunca le dijo que por las noches la angustia le carcomía el pecho, jamás mencionó los frecuentes ataques de pá nico ni dejó entrever las marcas inequívocas de una noche en vela. Pero él lo sabía. La sentía revolverse de miedo, de tristeza, algunas noches a su lado, mientras pensaba que él ya dormía. La notaba ausente. No se dejaba ayudar y él tampoco podía hacer mucho más. Ella nunca olvidaría. Jamás dejaría ir ese pasado al que se aferraba desesperadamente. No pararía de soñar con su regreso.
Y así fue como, un día y de repente, todo terminó. Ante la mirada seca de la chica que nunca lo querría, él lloró diciéndole que ya no podía soportarlo más. Que nunca había funcionado y que no tenía sentido seguir fingiendo otra cosa. Respiró hondo y se secó las lágrimas antes de imprimir en su boca el último beso. Se prometió que no daría la vuelta y regresó a casa con los labios aún sabiéndole a ella. Sabía que era su hora de sufrir. Que no la olvidaría. Que siempre la querría.
Y esta noche entre sueños la Luna le susurrará al chico del cabello desordenado y los grandes ojos oscuros que aquella triste chica del corazón roto y los sueños imposibles sigue pensando en él.
Se miran. Saben que se quieren. Que se extrañan. Que se necesitan. Ninguno habla. Ninguno se mueve. Esperan. Uno frente al otro, registrando con la mirada todo lo que el tiempo hizo con sus cuerpos en los últimos casi tres meses. Un mechón de pelo más largo, un nuevo lunar, una coloración ligeramente distinta en la piel. Él lleva una camisa gris que no recuerda haberle sacado jamás y en su tobillo izquierdo ella exhibe una delicada cadena de plata. Están iguales, después de todo. Comiéndose con los ojos, sin atreverse a romper la última barrera. Ella sabe que es su turno. Que no va a ser él el que hable de sentimientos ni prometa cosas. No esta vez. Abre la boca. El corazón le palpita, rápido y con fuerza; no puede emitir sonido. Así que calla. Lo mira y él le devuelve la mirada impaciente, mirándola con esa angustia que se le ha clavado en los ojos. Con ganas de irse pronto, antes de sucumbir. Ella respira profundamente y se resigna. Habla rápido, mirando al suelo, casi en un murmullo.
— Te quiero.
Él le clava la vista y la mira con el ceño fruncido. Ella respira agitadamente, con el rostro cubierto por un suave rubor.
— ¿Qué?
— Que te quiero. Tal vez siempre lo hice. Sólo que no me di cuenta. O tal vez no; tal vez necesitaba perderte para empezar a hacerlo. —sonríe— Soy una idiota. Pero sí, te quiero.
Él no dice nada. Sólo le devuelve la sonrisa y se le acerca en silencio. La mira de arriba abajo, recordando las curvas que tantas veces se amoldaron a las suyas. Le apoya una mano en la cintura y, con la otra en su nuca, la besa.
Y ambos saben qué significa. No necesitan más palabras.
Dos mil diez. Cuatro capítulos de mi novela listos y editados. Una semana en la playa con amigos para que pudiese disfrutar de todo aquello que ya se me estaba yendo. Dos sesiones con la psicóloga de DAMSU [y dos más con la de la escuela]. Cuatro amigos que ya no están [y dos que ya ni sé]. 308 mensajes de texto. Dos personas que de repente ya no me hablan. Tres meses. Una ecografía. Diecisiete pastillas anticonceptivas. Una lady-cartuchera. Aproximadamente veinte [casi] ataques de pánico y unas tres contemplaciones de suicidio. 86 días. Trece libros que esperan a ser leídos [y uno que hace meses que está a la mitad]. Un picnic por el mismo amor. Dos vestidos nuevos. Doce semanas. Un amor que no para de doler y un inicio de cuadro depresivo que no parece amainar. Cinco entradas y una amenaza en el blog. 2.064 horas [tal vez un poco más, acaso un par menos]. Una gothic, una noche en la alameda y una muy mala fiesta de disfraces. Doce bidones de Citric y unas quince botellitas de Paso de los Toros. Muchas peleas con mis viejos. Una responsabilidad civil ignorada y una culpa constante que no me deja vivir. Dos pruebas de italiano y una de inglés. Dos películas en 3D, dos clases de cine, un libro encargado en Yenny’s que no sé cuándo me dignaré a comprar y una nota a Dora. Unas ganas locas de irme a la mierda y un miedo enfermizo a fracasar. Seis, siete, ocho mareos. Diez tardes ocupadas solamente en dormir. Un ovario de menos de tres centímetros con un quiste de más de seis. Dos reinas de la Vendimia escrachadas y casi cuatro mil folletos repartidos. Una organización acabada y resucitada. Tres limados. Cien pesos en el buzo y todavía queda plata por pagar. Una necesidad loca y exacerbada de conseguir un trabajo. Dos películas de Campanella vistas y 31 capítulos de Cold Case grabados sin ver. Cinco días para pintar cuatro paredes. Dieciséis notas en el facebook y cuatro textos empezados y jamás terminados. Unas diez personas interesantes conocidas y unos veinte pelotudos a los que no quiero ver nunca más. Un imbécil al que me prometí que iba a matar y un par de ojos celestes casi grises a los que que me juré hablarle. 107 días para cumplir dieciocho y el sentimiento de que ya nada va a cambiar. Miles de lágrimas y este vacío adentro que ruega que alguien le diga que existe la vida después de este infierno.





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