{{"Ahi va uno de los prototipos de Dios. Un mutante ni siquiera reconocido por la producción en masa. Raro para vivir y escaso para morir."}}

11 mayo, 2010

El chico la quería; ciega y locamente. Y ella… bueno, nunca nadie supo bien qué sentía ella. Si les preguntabas, él aseguraba haberse enamorado del triste aire soñador que la envolvía. Ella, en cambio, decía que le gustaban sus ojos negros, grandes y la forma en que le brillaban cuando la miraba. La pasaban bien. Esa chica era su mundo. Él no era más que una mínima parte del de ella. 

La chica había querido alguna vez. Se había entregado, se había regalado incondicionalmente. Así, irrevocable y perdidamente; un amor de película. De esos con mariposas, flores y rubores y sonrisas tímidas bajo las sábanas. Un amor de esos que erizan la piel, que se llevan al mundo por delante, empapados de arrolladora pasión. Sí, ella lo había dado todo y el resultado había sido devastador: el corazón roto y madrugadas enteras rogándole a la Luna entre sollozos que volviera el tiempo atrás.


Así la conoció él. Y así la quiso. Suave, triste, vulnerable. Fría, indiferente, silenciosa. El chico sabía en qué se metía y sabía que no tenía derecho a quejarse. Y la amó, como nunca lo había hecho con nadie. Aunque doliese, aunque lo lastimase, aunque costase, aunque tuviese que aprender a conformarse con los trozos disueltos en lágrimas de un pobre corazón demasiado débil como para volver a querer. Y se arriesgó. 

Y la tuvo. Besó sus labios, sostuvo su mano, fue suya en cientos de noches. La hizo reír y se prometió que nunca la dejaría volver a llorar. Y fracasó. Ella nunca le dijo que por las noches la angustia le carcomía el pecho, jamás mencionó los frecuentes ataques de pá nico ni dejó entrever las marcas inequívocas de una noche en vela. Pero él lo sabía. La sentía revolverse de miedo, de tristeza, algunas noches a su lado, mientras pensaba que él ya dormía. La notaba ausente. No se dejaba ayudar y él tampoco podía hacer mucho más. Ella nunca olvidaría. Jamás dejaría ir ese pasado al que se aferraba desesperadamente. No pararía de soñar con su regreso.

Y así fue como, un día y de repente, todo terminó. Ante la mirada seca de la chica que nunca lo querría, él lloró diciéndole que ya no podía soportarlo más. Que nunca había funcionado y que no tenía sentido seguir fingiendo otra cosa. Respiró hondo y se secó las lágrimas antes de imprimir en su boca el último beso. Se prometió que no daría la vuelta y regresó a casa con los labios aún sabiéndole a ella. Sabía que era su hora de sufrir. Que no la olvidaría. Que siempre la querría. 




Y esta noche entre sueños la Luna le susurrará al chico del cabello desordenado y los grandes ojos oscuros que aquella triste chica del corazón roto y los sueños imposibles sigue pensando en él.



Se miran. Saben que se quieren. Que se extrañan. Que se necesitan. Ninguno habla. Ninguno se mueve. Esperan. Uno frente al otro, registrando con la mirada todo lo que el tiempo hizo con sus cuerpos en los últimos casi tres meses. Un mechón de pelo más largo, un nuevo lunar, una coloración ligeramente distinta en la piel. Él lleva una camisa gris que no recuerda haberle sacado jamás y en su tobillo izquierdo ella exhibe una delicada cadena de plata. Están iguales, después de todo. Comiéndose con los ojos, sin atreverse a romper la última barrera. Ella sabe que es su turno. Que no va a ser él el que hable de sentimientos ni prometa cosas. No esta vez. Abre la boca. El corazón le palpita, rápido y con fuerza; no puede emitir sonido. Así que calla. Lo mira y él le devuelve la mirada impaciente, mirándola con esa angustia que se le ha clavado en los ojos. Con ganas de irse pronto, antes de sucumbir. Ella respira profundamente y se resigna. Habla rápido, mirando al suelo, casi en un murmullo.

— Te quiero.

Él le clava la vista y la mira con el ceño fruncido. Ella respira agitadamente, con el rostro cubierto por un suave rubor.

¿Qué?

Que te quiero. Tal vez siempre lo hice. Sólo que no me di cuenta. O tal vez no; tal vez necesitaba perderte para empezar a hacerlo. —sonríe— Soy una idiota. Pero sí, te quiero.

Él no dice nada. Sólo le devuelve la sonrisa y se le acerca en silencio. La mira de arriba abajo, recordando las curvas que tantas veces se amoldaron a las suyas. Le apoya una mano en la cintura y, con la otra en su nuca, la besa.

Y ambos saben qué significa. No necesitan más palabras.