{{"Ahi va uno de los prototipos de Dios. Un mutante ni siquiera reconocido por la producción en masa. Raro para vivir y escaso para morir."}}

22 abril, 2009



Vacaciones en El Bolsón; un pueblito perdido entre montañas boscosas en Río Negro. Un pueblito que en otra época fue sede de miles de hippies y que hoy conserva vestigios de eso. Un lugar con casa de madera y piedra, helados artesanales, ningún cine, dos o tres librerías y una gran atracción principal: una extensa feria de artesanos. Aquí mis ropas oscuras, mis zapatos altos, mi arreglo excesivo y mi maquillaje desentonan. No hay lugar en este pueblo para mis sueños urbanos y mis gustos modernos. Mi papá dice que soy una extranjera acá.


El lugar ha cambiado desde la última vez que vine y mucho más desde la anterior; pero la gente que lo visita sigue siendo, por regla general, la misma: jóvenes con rastas, pantalones a rayas, grandes mochilas, pelotas de malabares y pinta de pocos pesos en los bolsillos. Uno que otro con guitarra. Alguna con complicadas piezas de macramé al cuello. Otra con un morral colgado al hombro.

¿Te acordás de la primera vez que vinimos? —pregunta mi viejo, como si de verdad yo pudiese recordarlo.— Tenías seis meses y acababas de tener neumonía. Estábamos tan asustados… pero fuimos felices acá. Siempre fuimos felices acá.

Y sí, creo que tiene razón. Porque mientras cruzo las calles de este pueblo donde el taco de mis zapatos es el único que repiquetea entre la multitud, siento que hasta yo puedo ser feliz.
Madrugada del 21/01/09



12 abril, 2009

Estoy pensando en vos y todavía puedo recordar la época en la que no habría dudado que me querías. Y quiero sentir esa seguridad otra vez. Quiero creer que todo sigue como antes. Yo en mi lugar y vos en el tuyo. A mi lado. Diciéndome que soy tu mejor amiga y tu peor pesadilla. Nunca fuiste el hombro sobre el que lloré porque estando con vos no me daban ganas de llorar. Eras la revancha a todas las cosas que me salían mal. Siempre supiste cómo hacerme sonreír. Pero también sabías cómo hacerme llorar. Y lo estás demostrando… O tal vez no. No podés hacerte una idea de las muchas ganas que tengo de que me digas que es mentira. Que me mires con decepción y me preguntes cómo puedo creer que me olvidaste. Necesito que me digas que no rompiste esa promesa y que me abraces.

¿Sabes? A veces todavía sueño con vos. Una vez a la semana, por lo menos. Aún hoy te busco en las calles, en las plazas. Nunca más volví a decirle a alguien que era mi mejor amigo. La gente me habla de vos. Que te vieron. Que te hablaron. Que me mencionaron. Que me mencionaste. Que me extrañás. Que me olvidaste. Ya no sé qué creer. Y no soy lo suficientemente fuerte como para agarrar el teléfono y marcar tu número. O para tomarme un micro y esperarte a la salida de tu colegio. Tengo miedo. Porque no sé si querré vivir si me decís que no, que me vaya, que ya no soy nadie.

No creo en almas gemelas y me estoy olvidando de los “para siempre”. La piel de mis muñecas me pesa más que nunca. Y el vacío está más presente de lo que jamás lo estuvo. Y ya no puedo llorar. Las lágrimas se agolpan bajo mis ojos, pero no parecen querer ir más allá. Son parte de mi tortura, de mi agonía.

Hace tiempo que tu campera, que uso aunque muera de calor, perdió tu olor. Y hoy me duele verla. Y hay fotos tuyas que tengo que voltear porque se ríen. Se ríen de lo ingenua que fui. Y que sigo siendo. Porque… ¿Qué pensarías si te dijera que sigo pensando en vos como la persona más importante en mi vida?