
Vacaciones en El Bolsón; un pueblito perdido entre montañas boscosas en Río Negro. Un pueblito que en otra época fue sede de miles de hippies y que hoy conserva vestigios de eso. Un lugar con casa de madera y piedra, helados artesanales, ningún cine, dos o tres librerías y una gran atracción principal: una extensa feria de artesanos. Aquí mis ropas oscuras, mis zapatos altos, mi arreglo excesivo y mi maquillaje desentonan. No hay lugar en este pueblo para mis sueños urbanos y mis gustos modernos. Mi papá dice que soy una extranjera acá.

El lugar ha cambiado desde la última vez que vine y mucho más desde la anterior; pero la gente que lo visita sigue siendo, por regla general, la misma: jóvenes con rastas, pantalones a rayas, grandes mochilas, pelotas de malabares y pinta de pocos pesos en los bolsillos. Uno que otro con

— ¿Te acordás de la primera vez que vinimos? —pregunta mi viejo, como si de verdad yo pudiese recordarlo.— Tenías seis meses y acababas de tener neumonía. Estábamos tan asustados… pero fuimos felices acá. Siempre fuimos felices acá.
Y sí, creo que tiene razón. Porque mientras cruzo las calles de este pueblo donde el taco de mis zapatos es el único que repiquetea entre la multitud, siento que hasta yo puedo ser feliz.