Saber lo que tenés que hacer y saber que nunca lo harás. Detenerte por esa estúpida costumbre de pensar en no lastimar a los otros aunque te hagas mierda vos. Y desearlo. Desearlo con cada partícula de tu ser. Y seguir sabiendo que nunca lo harás. Y no es por miedo, no. Es porque SU felicidad, su tranquilidad es más grande, más fuerte, más importante que la tuya. Siempre fue así y siempre lo será. Estás atada, imposibilitada para ser feliz, para dejar ir todos tus fantasmas, para quitarte esa cruz que hace años que llevás. Y que toda esta mierda te pese, te duela, te lastime y te condicione. Y te dejás pisar, como siempre lo hiciste. Y dejás que el resto te culpe [o quizás vos te culpás y lo que ves en ojos ajenos no es más que el reflejo de los tuyos]. Y querer matarlo. Sí, matarlo. Desplegar tu sadismo e imaginar mil y un formas de hacerlo sufrir. Porque vos estás sufriendo. Y aquellos a los que más querés sufren también. Y él sigue ahí, impune, fresco. Y estás mal. Y no podés pensar, no podés leer, no podés escribir, no podés dormir. Y tenés miedo a la cama y a estar rodeada de silencio y oscuridad. Le temés a lo que la angustia pueda hacer con vos. Inventás mil y una estrategias para ganarle a los ataques de pánico y finalmente te quedás dormida sobre la almohada empapada, lista para otra noche de sueño liviano y contracturas. El infierno en vida. Parece que las ganas y el placer se mudaron muy lejos tuyo y que la angustia nunca termina. Y lo único en lo que pensás claramente es en lo mal que está todo y en las ganas que tenés de morirte, de irte y nunca más volver. Desaparecer. Querés morirte. Sí, es eso. Morirte. Porque ya no podés más. No querés cargar con esto. Porque cada instante se clava en el cuerpo con el frío del hielo, con la fuerza del viento. Con furia. Y sentir que podrías llorarte la vida, que no existe suficiente música para tapar tus sollozos ni suficiente esperanza para hacerte poner en pie. Estás cansada. No tenés ni fuerza para seguir fingiendo una sonrisa, porque hasta los labios te pesan ya.
Y sentirte sola. Irrelevante. Insignificante. Olvidable. Reemplazable. Descartable.
Perdiendo en esa guerra entre vos y tu conciencia que te dice lo que de todos modos ya sabés. Cansada de luchar por mantenerte cerca de la superficie. Estás harta de decir que estás bien, de simular que ya lo olvidaste. Destruida de tantas batallas con muchas penas y nada de gloria. [Todavía me pregunto cómo hiciste para no dejarte caer.] Olvidada. Abandonada. Exhausta de tanto correr tras los fantasmas ausentes, temblando de miedo y tragándote las lágrimas. Afónica de tanto gritar esperando que alguien se digne a darse cuenta de lo que pasa. Que alguien mire y recuerde que estás ahí. Que siempre estuviste. Pero nadie contesta. Nadie aparece, a nadie le importa. La historia de tu vida. Aparentemente jamás fuiste lo suficientemente importante como para merecer su atención o aunque sea una explicación. Sos tan poca cosa que ni un simple “¿Estás bien?” te merecés de parte de todos aquellos a los que alguna vez diste todo por ayudar.
Quizás es hora de que lo aceptés y dediques el resto de tus días a contar las horas que te separan de la nueva vida que algún día empezarás lejos de todo y de todos.
Hace 5 meses
2 comentarios:
Está buenísimo dar pero no por eso desgarrarse uno mismo. Debe existir un paralelismo equilibrado, donde tu amor propio no se aniquile ante todo lo demás.
Un abrazo Angie, que estés bien.
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